Donde el cielo y la tierra se juntan

Es en donde el cielo y la tierra se juntan. En donde la vida y la muerte siempre jugaron mano a mano sus suertes. Es una pampa blanca sin fin y por otro lado un contorno de cerros llamados glaciares; de témpanos llenos de amenazas y con pedazos de viejos gruñones capaces de abrir con desdén el casco del buque más blindado.

Es en donde el cielo y la tierra se juntan. En donde la vida y la muerte siempre jugaron mano a mano sus suertes. Es una pampa blanca sin fin y por otro lado un contorno de cerros llamados glaciares; de témpanos llenos de amenazas y con pedazos de viejos gruñones capaces de abrir con desdén el casco del buque más blindado.Si lo sabrán los pioneros que llegaron al Polo armados con pieles y perros y también, aquellos que nunca llegaron o que nunca volvieron. Hace más de 100 años, el alférez Irízar la desafió con una corbeta de vapor y velas, la Uruguay, y rescató a la expedición sueca, hombres a quienes encontró untados con grasa de foca por dentro y por fuera.

Pasó el tiempo y la Antártida sigue siendo ese tordillo indomable con aristas inesperadas: como la grieta que hace seis años se tragó una moderna moto de nieve y, con ésta, la vida del suboficial Teófilo González y la del científico Augusto Tibaud.

Ir a la Antártida da la posibilidad de pisar lugares que ningún otro hombre pisó, de sentirse aislado del murmullo humano, pues el bramido del viento habla más fuerte que nadie y es capaz, en sólo minutos, de dar vuelta el clima para que uno se pierda para siempre a sólo un tiro de piedra de cualquier referencia.

En invierno las noches son eternas, duran meses. El frío lo congela todo, las bases quedan bajo nieve y, de apagarse la calefacción, los hombres quedarían más tiesos que una sardina en la lata del congelador.

Alcanzar la Península Antártica es difícil: ese clima cambiante aísla al inmenso continente y posar un avión allí a veces cuesta semanas. Además, su territorio se extiende por aguas marinas congeladas capaces de encerrar y apretar a los buques hasta destrozarlos. Por eso, quienes las anduvimos sentimos la incomprensible tardanza en la reparación a nuestro imbatible rompehielos Almirante Irízar.

Navegar sus mares es único. Cruzar el Drake para llegar inquieta, y los colores y efectos son destellos que tientan como los llamados de las sirenas. Y uno siempre quiere volver: ¿Cómo no querer estar en donde el cielo y la tierra se juntan?.

Por Mariano Wullich

14/12/11

LA NACION

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