Naufragio militante: fin de ciclo de un velero kirchnerista

Juan Bautista Duizeide miró el transmisor del BLU, un equipo de comunicación de larga distancia, suspiró resignado y lo hizo: “A todas las embarcaciones a la escucha en esta frecuencia, aquí La Sanmartiniana llamando”, moduló con voz fuerte y clara. Y luego lo hizo de nuevo. Y una vez más.

Juan Bautista Duizeide miró el transmisor del BLU, un equipo de comunicación de larga distancia, suspiró resignado y lo hizo: “A todas las embarcaciones a la escucha en esta frecuencia, aquí La Sanmartiniana llamando”, moduló con voz fuerte y clara. Y luego lo hizo de nuevo. Y una vez más.

Eran las 4 de la tarde del martes de la semana pasada y Juan Bautista -pelo crespo y rostro joven, pese a que gran parte de sus 50 años los pasó en el mar como oficial de la Marina Mercante- sabía que eso que estaba haciendo, pedir ayuda, era tirar la toalla. Había capeado otras tormentas, pero juzgó que la situación en la que se encontraban ahora resultaba demasiado peligrosa.

La Sanmartiniana -un velero de acero, dos palos, 14,5 metros de eslora (largo) y 4,10 metros de manga (ancho)- era un barco de más de 30 años, pero duro y estable: ya había navegado esos mares y estaba preparado. La tripulación, en cambio, se había armado atendiendo a razones náuticas, pero sobre todo políticas. El buque era el orgullo de la Fundación Interactiva para promover la Cultura del Agua (Fipca), una organización militante kirchnerista.

El objetivo de este viaje, que había arrancado en Ushuaia hacia poco más de una semana, era el mismo que el de la fundación: ir atracando en los puertos del litoral argentino para concientizar acerca de la cultura marítima, hacer navegaciones inclusivas y difundir el ideario de la izquierda nacionalista y peronista.

En los puertos y durante las navegaciones costeras, La Sanmartiniana enarbolaba la bandera argentina, pero también la de La Cámpora y hasta una que reproducía la última batalla del Gobierno: “Patria o buitres”.

Llevaban menos de un día de navegación desde la zarpada de Puerto Parry, un apostadero naval en la Isla de los Estados, ese pequeño trozo de la Argentina que se desprende de Tierra del Fuego antes de que se acabe el mundo. El plan era ir yendo para el norte, pero luego de la primera noche de navegación los vientos helados del oeste, de más de 40 nudos, los empujaban mar adentro y lejos del continente.

Como capitán estaba Javier Vázquez, un técnico informático de 43 años, más fanático de las motos que del agua. Militante en el movimiento peronista 26 de Julio, hacía apenas un año se había subido por primera vez a un barco y estaba ahí por fervor político, no marino. Consciente de sus limitaciones, Vázquez había buscado incluir personas con experiencia entre los nueve tripulantes que lo acompañaban en ese tramo, el más riesgoso del recorrido.

Juan Bautista era uno de ellos, pero también estaba Victoria Esplugas, una joven de 39 años que da clases de navegación deportiva en el Colegio Nacional de Buenos Aires, de donde es egresada, tomó cursos profesionales en la Prefectura y se sube a cuanto crucero y regata la invitan. De pómulos altos, pelo castaño claro enrulado, ojos celestes, contextura liviana y carácter fuerte, era la única mujer a bordo, invitada por Juan Bautista y atraída por el mar, no por la política.

Temprano ese día, cuando se encontraron con la tormenta, Juan Bautista y Victoria analizaron diferentes opciones. Primero intentaron ayudarse con el motor para avanzar hacia el oeste, hacia tierra, pero las olas y el viento se lo impedían. Una posibilidad que evaluaron fue correr la tormenta. Esto es, navegar en la dirección del viento, algo que se suele hacer en casos extremos. Pero esta alternativa presentaba el problema de las olas, que eran demasiado grandes y podían voltear al velero y, además, uno más grave: Malvinas. Si navegaban en esa dirección, Malvinas era el primer y único puerto en el que podrían buscar resguardo.

Esa sería la última de las opciones. Sabían que un barco con banderas de La Cámpora atracando en las islas desataría un conflicto diplomático. Convencidos de que pedir ayuda era la única posibilidad, Juan Bautista y Victoria hablaron con Vázquez.

-Si les parece que es lo que hay que hacer, háganlo -les dijo el capitán.

Unas 45 millas al norte de La Sanmartiniana, Carlos Burlando también sufría el mal clima. En su caso, porque le dificultaba la pesca. Había zarpado de Ushuaia como capitán del San Arawa II, un buque pesquero factoría de 62 metros de eslora y una tripulación de 50 personas. Su plan era pescar y procesar merluza de cola hasta mediados de octubre. Una correo electrónico de la Prefectura se lo alteró: le avisaba que había un velero en problemas cerca suyo, que por favor se pusiera a disposición.

Desde el San Arawa II establecieron el contacto con La Sanmartiniana, le pidieron la posición exacta y los tranquilizaron, estaban en camino. La respuesta del capitán del pesquero respondió a los protocolos marinos, pero también a su historia de navegante. Con 68 años y residente en Mar del Plata, Burlando está al frente del San Arawa II desde 1999, año en que fue rescatado por un buque de la Esso, cuando en esas mismas aguas se hundió el barco pesquero en el que viajaba, el Auriga. Al responder al llamado de La Sanmartiniana, no hacía más que saldar una deuda con el destino.

Viene el rescate

-Me comuniqué con un pesquero y están viniendo -anunció Juan Bautista ante el alivio de la tripulación. Tardarían varias horas en llegar, pero, por lo menos, tenían la certeza de que alguien ya sabía dónde estaban y sería más fácil ubicarlos en caso de cualquier imprevisto. La suerte del Tunante, el velero argentino que desapareció con su tripulación frente a las costas de Brasil, rondaba los pensamientos.

Mientras tanto, comenzaba a oscurecer y la situación a bordo se volvía más crítica. Por esas latitudes el viento del oeste carga frío en la cordillera y se descarga helado sobre el mar. Ya de noche, mientras esperaban el pesquero, se cortó el cabo que hacía trabajar al tormentín, la vela que tenían en proa y les daba cierta estabilidad. Había que salir a cubierta y bajarlo, pero nadie tenía fuerzas o coraje para hacerlo. La vela flameó con furia hasta que el viento la destrozó. Cerca de las 12 de la noche, unas luces en el horizonte anticiparon la llegada del San Arawa II, su salvador.

Por radio, Burlando le explicó a Juan Bautista la maniobra que había decidido ejecutar durante las largas siete horas en que navegó hasta el encuentro del velero. El mar embravecido y las diferencias de tamaño -el pesquero tiene cinco veces más eslora- hacían que resultara muy peligroso acercarse. En La Sanmartiniana se organizaron: Juan Bautista se ocuparía de recibir las indicaciones del pesquero desde la radio, Vázquez y Raúl Ferrer, otro de los tripulantes, atenderían el motor y el timón, Victoria iluminaría la proa con un farol y hacia allí mandaron a los tres más fuertes: Ariel Navarrete, el más joven a bordo, Marcelo Naón, un veterano de Malvinas, y Gastón Ortie, un ex pescador con experiencia en el mar.

Fue un éxito y a las 23:55, La Sanmartiniana estaba amarrada al San Arawa II. El plan ahora, les explicó Burlando por radio, era que los diez tripulantes se metiesen bajo cubierta, solo hacía falta una guardia para comunicarse por radio cada media hora. Había demasiado viento y olas como para intentar un remolque, pero el pesquero avanzaría a velocidad muy lenta para protegerlos mientras esperaban a que amainase el temporal. Recién entonces los acercaría al puerto más cercano. Ahora tenían que tranquilizarse, abrigarse y pasar la noche de la mejor manera posible. Ya estaban a salvo.

Noticias en la ciudad

Mientras esto ocurría en el Atlántico sur, la noticia rebotaba en Buenos Aires con títulos que anunciaban el naufragio del “velero de La Cámpora”. Julio Urien recibía información y se preocupaba: es el presidente de Fipca y el ideólogo del proyecto en su fase marina, pero también política. Con 65 años, Urien es un prócer para los militantes del peronismo de izquierda. Nacido en una familia acomodada de San Isidro, Urien jugaba al rugby en el CASI y era compañero de Alfredo Astiz hasta que abrazó la revolución peronista y comenzó a conspirar contra los mandos de la Marina.

El 17 de noviembre de 1973, mientras Juan Domingo Perón cruzaba el Atlántico en un avión para volver a la Argentina, Urien encabezó una sublevación dentro de la ESMA, donde estaba apostado. Tenía 23 años. Los rebeldes se rindieron y el episodio dejó como saldo la muerte de un cabo del bando leal. Urien terminó preso y odiado por los marinos que quedaron del otro lado en la lucha armada de los setenta. Uno de los suyos les había tomado el patio de su casa.

Urien salió en libertad con los indultos con que Héctor Cámpora inauguró su presidencia, se incorporó a Montoneros y volvió a caer preso antes del golpe de 1976. Su pertenencia de clase y las gestiones de su madre con Albano Harguindeguy, ministro del Interior durante la dictadura y conocido de la familia, lo salvaron de la muerte. Con la democracia recuperó la libertad.

El 17 de noviembre de 2005, como celebración del Día del Militante, el presidente Néstor Kirchner encabezó una ceremonia en la Casa Rosada, donde le restituyeron el grado y le rindieron honores. Urien fue presidente de los Astilleros Río Santiago durante dos años y luego fundó Fipca. Con la organización en marcha, decidió que necesitaban un barco escuela. Fue entonces cuando volvió a mirar hacia sus orígenes, a San Isidro.

Un barco con historia

La Sanmartiniana no nació con ese nombre. Fue botada el 27 de noviembre de 1982 y en su popa llevaba inscripto “Náutico”. Así bautizaron los socios del Club Náutico San Isidro, uno de los más tradicionales de la zona norte, a su primer barco escuela. El barco navegó mucho, incluyendo dos cruces del Atlántico en 1992 y un viaje mítico, en 1990, por el bravo mar que rodea Tierra del Fuego.

Alrededor de 2010 decidieron venderlo y fue entonces cuando Urien se comunicó con el club. Tenía la plata que pedían -100.000 dólares a la cotización oficial- y el interés, pero había un problema: se conocían, pero no se estimaban. Todo lo contrario.

Antes de volcarse a la izquierda revolucionaria, Urien había sido socio del Náutico e integrante del equipo de natación, pero aquella cercanía se dinamitó con los conflictos ideológicos de los setenta. Enojados al enterarse de las negociaciones en marcha, algunos socios del club se quejaron. No soportaban que su amado Náutico terminara en manos de un enemigo tan cercano. Sin embargo, no aparecían otros compradores y el club necesitaba la plata para terminar de armar el nuevo velero.

Carentes de opciones, Urien se acercó a su ex club, firmó los papeles y se llevó el barco sin negociar el precio. Algunos socios lo miraron partir con pena. Sobre el origen de los fondos, en el Club Náutico San Isidro no preguntaron y Vázquez, el capitán, dice que fueron donaciones, incluyendo una muy grande de Urien. Contactado por LA NACION, Urien dijo que no tenía ganas de hablar. El trámite fue con transferencia bancaria y con factura, algo poco habitual en el rubro. El boleto de compraventa incluyó una cláusula innegociable para el club: el barco debía llevar otro nombre.

Un mito marino dice que es de mala suerte cambiar el nombre de un barco y que la única manera de conjurar la maldición de un acto semejante es dejar escrito en algún lado el viejo nombre. Consciente de la tradición, apenas se embarcó Victoria escribió “Náutico” en un pequeño trozo de madera y la depositó en la sentina, una cavidad escondida del velero. Allí, entre el gasoil y el agua helada que entraba cada vez que abrían una compuerta, flotaba la madera con el viejo nombre durante la última larga noche de La Sanmartiniana.

Exhaustos, los marineros del velero intentaron descansar, pero era difícil. Amarrado al buque, La Sanmartiniana se zamarreaba con cada ola. El movimiento más la humedad y el gasoil derramado crearon un ambiente nauseabundo bajo cubierta, que se agravaba con los vómitos que los tripulantes vertían en lo que tenían a mano, baldes, bolsas o cualquier recipiente. Alimentarse resultaba imposible y las fuerzas entre la tripulación iban decayendo.

Con el amanecer asomaron la cabeza y vieron que la tormenta no amainaba. Por radio, Victoria se comunicó con el San Arawa II. Eran las 8 y quería saber cuál era el plan. Las noticias los desalentaron: el clima seguía siendo malo y, en el mejor de los casos, recién llegarían a aguas calmas al día siguiente. Eso significaba un día y, aún peor, otra noche encerrados en ese agujero negro en que se había convertido su barco. Cerca del mediodía, se rindieron. Por radio, le dijeron a Burlando que estaban al borde de la hipotermia y ya no aguantaban más, que por favor los rescatasen.

A las 15.30, habíendose acercado todo lo posible al velero -30 metros- desde la popa del pesquero lanzaron una balsa salvavidas con dos voluntarios a bordo, Cristian Morales, el contramaestre, y Néstor Guevara, un marinero de cubierta. Ambos tenían cascos con VHF desde los que se comunicaban con el San Arawa II. Con el guinche de pesca fueron largando el cabo de la balsa hasta que logró acodarse contra La Sanmartiniana.

De a uno, los diez tripulantes saltaron y cuando ya estaban todos a bordo la popa de La Sanmartiniana cayó sobre uno de los pontones de la balsa, que volvió a flotar, pero se llenó de agua.

-¡Metánnos! ¡Métannos! -gritó uno de los marineros del pesquero desde su radio.

Raudos, en el San Arawa II activaron el guinche y subieron a la balsa, con sus doce tripulantes, por la popa del barco. En el pesquero los recibieron con gritos, aplausos y lágrimas, parecía la escena de los 33 mineros chilenos. Esa noche hubo asado y alivio.

Victoria se bañó, se puso un mameluco azul y entró al camarote que iba a compartir con la hasta entonces única mujer del pesquero.

-Desde anoche te esperaba con la cama hecha -le dijo Graciela Salazar, la enfermera.

La Sanmartiniana, en tanto, sobrevivió apenas un par de horas más a remolque. A eso de las 2 de la madrugada y sin que nadie se diera cuenta, el cabo se cortó y el velero se perdió en las olas del Atlántico. (Por NBicolás Cassese; La Nación)

28/09/15

 

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