La última ola

Fue hace pocos días, en un kiosco de revistas. El kiosquero me entregó el diario que le pedí, miró a derecha e izquierda, como para cerciorarse de que no hubiera nadie, como si lo que me iba a decir fuera un secreto, un código finalmente revelado: "¿Sabe qué pasa? Lo que pasa es que no funcionó el sistema refrigerador del reactor 2".

Fue hace pocos días, en un kiosco de revistas. El kiosquero me entregó el diario que le pedí, miró a derecha e izquierda, como para cerciorarse de que no hubiera nadie, como si lo que me iba a decir fuera un secreto, un código finalmente revelado: "¿Sabe qué pasa? Lo que pasa es que no funcionó el sistema refrigerador del reactor 2".

Como soy de los tipos que se niegan a hablar durante el fluir de los acontecimientos, que necesita que las cosas reposen un poco, que las turbulencias pasen y las figuras vuelvan a tener su fisonomía; como soy de esos tipos, siempre me llamaron la atención los que quieren revelar la primicia antes que nadie, aunque se trate de temas tan complejos como la sismología o la energía nuclear, o incluso de temas tontos como el romance de la convulsiva cantante colombiana y el apático central del Barcelona. La primicia se junta con el morbo catastrófico, y los ciudadanos terminan imitando a los noticieros: "¿Mil muertos? ¡Qué mil! Dicen que hay como diez mil…", y nadie explica quién lo dice ni cómo lo sabe, como el kiosquero y el reactor 2 mal refrigerado.

Los terremotos y las erupciones volcánicas son las válvulas de escape de la energía que la Tierra acumula en su núcleo; si no existieran, un día el planeta estallaría en pedazos

El terremoto en Japón me sorprendió en Santiago de Chile, adonde había ido a trabajar una semana. Descubrí las primeras imágenes en una de esas pantallas planas a las que bautizaron plasma, en un bar. El viernes a la tarde se decía que crecía el número de evacuados en la costa (se hablaba, sobre todo, de Valparaíso y Viña del Mar), y que mucha gente, por las suyas, subía a los cerros para protegerse de un eventual tsunami. Como la temida ola se esperaba a la una de la madrugada y no llegó, al día siguiente ya reinaba la calma. Sin embargo, en aquel bar nadie parecía darse por enterado, o bien porque por más grande que fuera esa ola nunca llegaría a Santiago, o bien porque allí reinaba la cultura del terremoto. Quiero decir que buena parte de los chilenos tienen asumido que al menos un par de veces a lo largo de su vida la tierra va a temblar, con su secuela de derrumbes, muerte y desolación. He conocido a colegas de mi edad, o mayores que yo, que vivieron el de Valdivia del ’60 y el de Concepción del año pasado, pasando por cientos de temblores de menor fuerza. Y siguen viviendo allí. Se dice que el mismísimo Don Pedro de Valdivia, el extremeño que fundó Santiago, y también Concepción, sobrevivió a un terremoto que asoló aquellas tierras en el siglo XVI. Quienes te muestran con orgullo las mejores edificaciones de Santiago se remontan a los palacetes del siglo XIX; saben que hay poco y nada, de siglos anteriores, que no se lo haya devorado el furor de la tierra. Entre esos palacetes, en pleno barrio de Providencia, vi un puñado de ramos de flores depositados en el paredón inmenso que oculta la Embajada del Japón.

La ciencia y el mito
Las bromas de los chilenos se han ensañado con el Presidente Piñera. El año pasado, en la ceremonia de asunción del mando, la mesa iba de un lado para otro, como si se tratara de un barco a la deriva, las arañas bailoteaban y los invitados especiales exhibían gestos de pánico. Este año, cuando el Presidente se aprestaba a dirigir al país un mensaje en celebración del primer año de su mandato, el Japón y la ola amenazante lo dejaron sin ganas, mudo. La conclusión fue rápida y cruel: este hombre es mufa, o, lo que es lo mismo, fuerzas superiores se han confabulado en su contra.

Ya lo sabemos: los cataclismos naturales no son análogos a las convulsiones histórico políticas. A principios de 2009, el periodista Marcelo Zlotogwiazda, para referirse a la catástrofe financiera, utilizó la metáfora del "tsunami", pero no está nada bien naturalizar las cosas de esa manera, como si la estafa a gran escala fuera un calamidad natural, algo imprevisible, una fatalidad. Sin embargo, los sismólogos tienen algo de analistas políticos, ponen la misma cara de desconcierto como la que ponen los expertos en la historia del Magreb ante las revueltas en Túnez, Egipto y Libia. No se podía prever, dicen, y así estamos.

Un geólogo amigo me dio una explicación que funciona como un consuelo (y que no consuela a nadie). Los terremotos y las erupciones volcánicas son las válvulas de escape de la energía que la Tierra acumula en su núcleo; si no existieran, un día el planeta estallaría en pedazos. Seguramente tiene razón. Por mi parte, frecuentar la literatura me acerca peligrosamente a explicaciones míticas, como la de suponer que se trata de un gigante dormido y malhumorado, que aspira parte del océano en un desmesurado bostezo para lanzar luego su furia de agua y destrucción. Tengo para mí que algo de razón tendrá, ese gigante, que algo mal estamos haciendo los humanos para provocar su ira.

Pero el arte no sólo ofrece explicaciones míticas. La mayoría de las opiniones relacionaban las imágenes que llegaban de Japón con ese género ambiguo al que llaman cine-catástrofe. Yo recordé otra cosa. El australiano Peter Weir es un reconocido director de cine; como tantos otros, se hizo famoso con las películas que filmó en Estados Unidos y poco se recuerda su producción australiana, a mi juicio más interesante. De 1977 es "La última ola", en la que un abogado que defiende a un puñado de aborígenes maoríes descubre que ellos están ocultando un secreto ancestral, el de una profecía que afirma que el fin de esa civilización tendrá la forma de una gigantesca ola que los devorará. Esa historia no reniega de las explicaciones científicas, pero nos habla de otra cosa: de la telúrica, íntima y profunda relación del hombre con la naturaleza; del irresponsable olvido en el que caemos cuando creemos que la dominamos; de lo ínfimos y vulnerables que nos sentimos cuando su furia aparece; de la necesidad imperiosa de no maltratarla más como la estamos maltratando.
Por José Luis De Diego

31/03/11
EL DÍA

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