Por Europa de postguerra

El autor evoca en estas páginas los viajes que efectuó como Capitán en la Marina Mercante ya finalizada la 2ª Guerra Mundial.

El autor evoca en estas páginas los viajes que efectuó como Capitán en la Marina Mercante ya finalizada la 2ª Guerra Mundial.

En ellos narra las impresiones recibidas ante la destrucción, a veces total de antiguas ciudades, cuna de la civilización europea, extendiéndose particularmente sobre Italia, ya que navegó en los barcos dedicados al tráfico de inmigrantes en las líneas con terminales en Napóles y Genova. Asimismo expresa su admiración hacia la laboriosidad con que se encaró la reconstrucción material, con la cual resurgió también el espíritu de sus pobladores.

El Liberty “Coracero”

Finalizaba el año 1947. En Puerto Nuevo, bajo un fuerte sol, los estibadores daban las últimas paladas entre el polvillo que se desprendía del maíz que inundaba las bodegas y les producía una sed que no calmaba el agua que bebían y bebían sin límite. Se habían completado las 9.000 toneladas que debíamos llevar a Amsterdam. Volvía yo a Europa tras diez años transcurridos desde mi segundo viaje en la fragata “Presidente Sarmiento”, en 1936; entonces asistimos a hechos que prologaron el drama de la guerra civil española. Ahora, Europa agotada, se restañaba las heridas sufridas en la locura de la segunda conflagración mundial.

Zarpamos. La navegación se desarrollaba sin novedades por un Atlántico azul y tranquilo; el buque seguía su curso a algo más de 10 nudos y así llegamos al canal de la Mancha, donde cambiaron las condiciones meteorológicas. Nos tomó un fuerte temporal de viento y agua con absoluta falta de visibilidad. Debía embarcar en Dungeness el piloto del Mar del Norte, ya que se imponía la ruta por un canal barrido de minas, cuyas explosiones aún frecuentes causaban pérdidas, en particular a la navegación costera; era común entonces recibir desde la zona norte de Europa el S.O.S. de naves que habían chocado con una mina y daban su situación precisamente por las costas que bordean la península de Jutlandia.

Navegaba cautelosamente con la ayuda de la sonda, sin ver la costa inglesa. Sabía que estaba a muy poca distancia de ella y los oficiales en el puente observaban buscando el famoso faro; el viento con fina llovizna nos golpeaba tapando toda visión, hasta que lo descubrí, enorme y casi encima de mi cabeza. Cruzando la punta, aclaró y divisé el “cutter” de los prácticos; me aproximé, pero con gran decepción comprobé que no estaba el que yo había solicitado. Resolví continuar viaje a Dover, cuando desesperadas pitadas del barquito me llamaron la atención con la letra “D”: Su derrota es peligrosa; en mi proa tenía una boya verde, que no se distinguía por la marejada, y que indicaba el lugar donde se hallaba un barco recientemente naufragado, no habiéndose recibido el aviso para los navegantes como correspondía. Con toda la máquina atrás conseguí evitar el peligro, pues dada la poca profundidad del canal el choque hubiera sido inevitable.

Este episodio vino bien, pues en seguida me comunicaron la llegada de mi piloto, un joven oficial muy simpático; al proseguir viaje le muestro la carta americana de navegación que utilizábamos, en la cual figuraban los buques hundidos en la zona durante la guerra y que cubrían el canal; le pregunté si implicaban riesgo para la navegación; se sonrió y me contestó que ya habían desaparecido.

Como el frío se hacía sentir, ordeno que le traigan un buen té bien provisto y al rato me extrañó verlo solo con la taza, sin nada que la acompañara. Al comunicarle mi inquietud de que no le hubieran traído lo pedido, me dijo que sí, pero que lo había guardado en su valija para llevarlo a su familia para Navidad. Le respondí que comiera tranquilo, que al despedirnos tendría un paquete obsequio para él. Después se hizo costumbre el preparar el regalo para el práctico; nos agradecían, pues en sus hogares se privaban entonces de muchas cosas que a nosotros nunca nos faltaron.

Desembocamos en el Mar del Norte en medio de un furioso temporal que nos tomaba de través, causando a nuestro “Coracero” grandes rolidos; nos impresionaba al cruzarnos con otro barco verlos sufrir lo mismo que nos estaba pasando a nosotros. A la mañana siguiente recalamos frente a Igmuiden, donde una boya señalaba el fin del canal; nos notificaron de que el puerto estaba cerrado a consecuencia del mal tiempo. Mi amigo, el piloto inglés, me dice: “Tenemos que quedarnos aquí sin alejarnos más de 500 metros de la boya, por el peligro de las minas”.

La perspectiva no resultaba nada agradable, pero a eso de las 1300 vemos acercarse una lancha salvavidas envuelta por las olas, que nos traía el práctico para entrar a puerto, junto con dos timoneles, por razones de idioma. Aliviados, le regalamos a la pequeña tripulación varios cartones de cigarrillos que recibieron con gran placer. En Holanda todo se encontraba racionado debido a la grave crisis que había causado la guerra de liberación de Indonesia. ¡Cómo sería el espectáculo de la lancha entre las olas que el piloto inglés, admirado, me dice: “¡Nosotros no hacemos eso!” Era una excepción que hacían con nuestro barco, pues necesitaban con urgencia el maíz que traíamos.

La entrada al antepuerto de la gran esclusa impresionaba por la fuerza del oleaje; al fin adentro, descansamos tras la tensión sufrida durante las últimas 48 horas.

Navegábamos por el canal de acceso a Amsterdam al nivel de los techos de las casas que a ambas bandas se levantaban sobre las tierras bajas. Un triste paisaje desfilaba ante nuestros ojos: árboles secos, nada verde, desolación a consecuencia de la inundación producida cuando la invasión alemana. En la ciudad, el panorama no se presentaba más optimista; a la población, sujeta al más estricto racionamiento, no sólo de víveres sino de toda clase de ropas, le faltaba lo más esencial para vivir confortablemente; mal recuerdo me quedó de Holanda en este viaje.

No obstante las severas sanciones dictadas contra quienes contravenían las leyes, existía el mercado negro y era posible adquirir ciertas mercaderías, en particular si eran de producción nacional; pero haciendo justicia al pueblo, éste respetaba la ley y se sometía a las restricciones impuestas por la necesidad, que les significaban múltiples privaciones.

El comisario de a bordo quería comprar un brillante y además había un encargo de parte del gerente de la Agencia Marítima. Combinamos con personas de confianza una visita al mercado de diamantes; allí en pequeños locales, los artesanos tallaban las preciosas piedras. Explicamos qué deseábamos y cuánto queríamos gastar y nos muestran un precioso brillante de gran pureza por el precio de mil dólares y después elegimos otro de menor valor. Concertada la operación de compra, colocan las piedras en un sobre que firman los presentes y que debía ser entregado al día siguiente a bordo de nuestro barco. Poco antes del mediodía llega el holandés, abrigado con sobretodo y bufanda, dentro de la cual se guardaban las piedras.

Lo invito a almorzar, cosa que aceptó con mucho placer; al terminar la comida lo convido con un licor de Bols y le digo: “Es argentino”, a lo cual me contestó, leyendo la etiqueta, que era holandés. Le muestro entonces el agregado que decía “Industria argentina”, lo que le parecía imposible, decía, dada su calidad. Después procedió a la entrega de las piedras. El comisario se hizo fabricar un anillo con su briliante, con el cual se paseaba por cubierta, contemplando su mano cada tres o cuatro pasos, con embeleso y una sonrisa de gran satisfacción.

Entramos a dique seco para carenar, pues ya era necesario. El casco y el timón se encontraban en lamentables condiciones, este último ya perforado por la acción erosiva de las corrientes galvánicas, podía habernos dado una sorpresa en alta mar. Nos atendía un ingeniero encargado de los trabajos de dique, que hablaba perfectamente el español; él consideraba inminente un ataque soviético a la Europa Occidental y con profunda tristeza me decía; “Yo ya soy viejo, pero ¿qué será de nuestros hijos y nietos? No se los puede parar; pienso que al final se impondrá Estados Unidos, pero quedará todo destruido”.

Ahora poco se recuerda a la NATO, pero su creación fue indudablemente la valla que “los” contuvo.

Al entrar a dique se clausuran los baños de a bordo y el astillero proporciona los suyos; pero eran tan deficientes y faltos de higiene que debí protestar, diciéndoles que nuestras tripulaciones no estaban acostumbradas a ello, consiguiendo que se les permitiera el uso de los que estaban reservados para el personal superior. Yo creí solucionar el problema yendo a un hotel; conseguí una pieza en uno pequeño el “Rembrandt Place”, con baño común, pero más tarde, al pasar por Calvertstrasse, vi un elegante hotel con grandes salones y resolví mudarme, pese a que ya tenía pago el otro. Por la noche subo a mi habitación, muy bien puesta, con una calefacción un tanto exagerada, pero en todo el piso no encontré baño. A la mañana siguiente regresé a mi barco, donde consideré que estaría mejor; temprano, cuando dejaba el hotel, se efectuaba en la calle la limpieza de los edificios y veredas utilizando grandes mangueras; por lo visto, se cuidaba más el exterior que la higiene interna.

Regresé a Amsterdam años después, y se me borró la penosa impresión anterior, Holanda renunció a su imperio colonial y los nativos tomaron la dirección política de las ricas tierras que pueblan más de cien millones de habitantes. El fin de la guerra devolvió al industrioso pueblo holandés su prosperidad. Había llegado el verano con un clima suave, las verdes ramas de los sauces colgaban sobre las aguas de los canales, las flores alegraban las calles y por supuesto que el carácter y la vestimenta de la gente habían cambiado.

Terminadas las tareas de descarga, nos dirigimos a Amberes; debíamos esperar turno para entrar en la esclusa del Escalda, que nos daría acceso al puerto. Al abrirse las compuertas, primero salió un grupo de barcazas autopropulsadas, que nos llamaban la atención porque en sus proas llevaban en funciones de contramaestre a robustas flamencas las que, con los brazos cruzados sobre el abundante pecho, atendían muy seriamente la maniobra.

Bélgica era el reverso de la medalla de la triste Holanda. El uranio del Congo le daba riqueza y optimismo; tanto en Amberes como en Bruselas la gente se divertía y gastaba; abundaba el champagne, y pocos recuerdos les quedaban de la destrucción causada por la guerra.

Proseguimos para Liverpool a completar la carga; allí se notaba aún el efecto de los bombardeos; frente al monumento de la reina Victoria, rodeado de bolsas de arena, una manzana vacía se hallaba circundada por una valla de madera; el Hotel Adelphi, en cuya pileta había nadado yo veinte años atrás, continuaba en pie sin daños, pero a su frente un elevado edificio había sido cortado en dos verticalmente y se veían ruinas a su alrededor.

Bremen

Después de Hamburgo, figura entre los puertos más importantes de Alemania, ambos sobre el Mar del Norte habían sufrido el efecto destructor de los bombardeos aéreos. Desde nuestro amarradero al centro de la ciudad existía una distancia respetable. Una tarde en que caía una fría llovizna caminaba yo por la calle principal y observé que poco o nada quedaba en pie; se habían salvado el “Rathaus” y el monumento de Orlando o Rolando; el primero de la época de la Liga Hanseática, es un bello edificio del Renacimiento y en su interior se hallan la Municipalidad, un bar, cervecería y restaurante.

Me llamaba la atención que, pese a la inclemencia del tiempo y el agua que caía, nadie se protegía con paraguas; abrí el mío, de fina seda italiana, y en seguida tuve la explicación: una fuerte ráfaga me dejó con el mango en la mano, mientras el resto volaba por la calle.

Caminábamos con un amigo buscando un lugar para comer o beber, en una manzana donde sólo quedaban escombros y donde asomaba un cartelito luminoso; nos acercamos y bajamos por una escalerita a un refugio donde había un pequeño bar con su mostrador. Una mujer atendía y dos clientas se encontraban sentadas frente a la barra; pedimos salchichas y un buen vino francés que se exhibía. Trabamos relación con ellas, que comprendían el inglés. Al rato apareció un nuevo cliente que se sentó a continuación de nuestras recientes amigas; éstas habían pedido una sopa o minestrón y no bien mi vecina se llevó la cuchara a la boca, cuando el hombre le dijo algo al oído y ella en seguida le pasó su plato. Inquirí cuál era el motivo y me dijo: “Es un afectado por la guerra y no puede trabajar; me mostró su tarjeta”. Traté de reponerle el plato a mi vecina, pero de ninguna forma quiso aceptarlo y se quedó sin comer. Me insinuó en cambio que podía convidarlo con una cerveza al hombre. Yo comía mi salchicha, que pelaba quitándole la gruesa piel que la envolvía; ella, cuando di por terminado mi plato, lo tomó y dijo: “Esto también se come”, procediendo a hacerlo. Allí terminaron nuestras relaciones, y luego nos fuimos a tomar un Mosela en un “dancing” próximo. Realmente me causó admiración la actitud de esta mujer, su solidaridad y comprensión para con el caído.

Dunquerque

Su puerto, de gran actividad, no mostraba aparentes consecuencias de los recientes hechos de guerra, pero al concurrir al centro de la ciudad nos encontramos con la destrucción más completa, pues éste casi no existía; se veían las calles limpias de escombros, bordeadas por muros que habían pertenecido a casas. Sobrepasando esta zona se notaba vida y allí fuimos a un excelente restaurante, el Henri IV, sin lujo pero lleno de gente de negocios. Recordaba mejores tiempos.

El Victory “Buenos Aires”. El tráfico de inmigrantes

De regreso a la Argentina, fui llamado para comandar el “Buenos Aires”, cuyo capitán se quedaba con licencia. Destinado a la línea a Genova con otros cuatro barcos del mismo tipo con nombres de provincias, formaban la flota para el transporte de inmigrantes, que por intermedio del C.I.M.E., con asiento en Ginebra, se encauzaba hacia nuestro país. Estos barcos no podían llamarse de pasajeros. Utilizados durante la guerra como transportes de tropa, habilitando los entrepuentes de las bodegas como sollados, tenían una capacidad de 850 camas; tanto las cocinas como el sollado habilitado para comer, estaban instalados bajo cubierta. Contaban con un bien equipado hospital, con moderno ínstru mental de cirugía. Para darles mayor estabilidad se los había lastrado con 3.000 toneladas de arena, distribuida en sus distintas bodegas.

El Mediterráneo

‘Entraba por primera vez en este mar, que más tarde recorrí por sus azules aguas en toda su extensión, desde Gibraltar hasta Beirut. Después de zarpar de Barcelona, hacía el cruce nocturno del golfo de Lyon, sujeto en invierno a violentos temporales del norte; me recibía en la costa oriental el poderoso haz de luz del faro de la isla de Pourquerolles, del grupo de las Hyéres. Allí, desde la tranquilidad de su torre, el autor de la ”Biografía del Mediterráneo” contemplaba el paso lejano de las naves mientras escribía la historia de las civilizaciones que se extendieron por sus costas.

En mis primeros viajes por este mar, me despreocupaba de la acción meteorológica sobre sus aguas, quizás porque lo consideraba un gran lago; pero esto fue hasta que en cierto viaje en que salí de Genova con pasaje completo y buen tiempo; poco antes de mediodía, al enfrentar el golfo, sentí que el barco empezaba a moverse en forma anormal y rápidamente me encontré en medio de un temporal cuyas olas azotaban al buque produciendo grandes rolidos de hasta 45 grados; nada quedaba en pie y el pobre pasaje que hacía su bautismo del mar estaba en condiciones deplorables.

Cambié el rumbo para acercarme al cabo San Sebastián, en la costa española y pasaron varias horas antes de que estuviese bajo su protección. Poco después todo se calmó y volvió a salir el sol, acompañándonos el buen tiempo todo el resto de la jornada. Fue una buena lección y sirvió para que en el futuro respetara las aguas del golfo, que por algo tenían su fama. Cuando el pronóstico del tiempo era malo, bordeaba su costa sin otras consecuencias que la violencia del viento, pero sin recibir las grandes olas por el través

El contrabando

Ajeno a estas lides, me encontré a bordo con la perfecta organizacion dedicada a este ilícito negocio, con conexiones en tierra italiana y sospechosa actitud de las autoridades portuarias, en un principio. El tabaco lo compraba todo, pues la escasez manifiesta de cigarrillos facilitaba esas negociaciones al margen d ela ley; a borod, los guardias ofrecían su pistola Beretta a cambio de dos cartones.

El viaje de retorno se hacia en base al trueque por relojes, seda y nylon; el mozo que me servía me deslumbraba exhibiendo pulseras de oro con los relojes de las mas afamadas marcas, en un almuerzo se presentaba con un Omega, al siguiente con un vacheron, al otro día era un  “Longines”, etc. Llego a Buenos Aires y se presenta la inspección de las autoridades aduaneras, que en general no descubrían material de importancia.

Una mañana, me olvido las llaves de mi cabina y llamo al camarero para abrir la puerta, a lo que me contestan: “Señor, está detenido en la Prefectura”. Como ésta se hallaba enfrente, voy hasta allí y lo encuentro descansando en un calabozo. Resulta que interceptaron al intermediario de introducir los relojes, quien no tuvo reparo en indicar su procedencia. Caso curioso, pero en el Código Penal no existía entonces el delito de contrabando y recién unos dos o tres años más tarde se promulgó una ley de represión del mismo.

No solamente estas vicisitudes se les presentaron a nuestros barcos en sus primeros viajes. En el anterior a éste, que hice en el “Buenos Aires”, una noche el barco fue atacado por un grupo de facinerosos venidos en lancha con fines de robo; gracias a que estaba presente el primer oficial, hombre decidido, se los rechazó tras dura pelea, arrojándolos por la borda al agua. En la lucha, el saco de cuero del oficial fue cortado de una cuchillada. Contemporáneamente, el “Río Dulce” fue asaltado en Marsella y saqueada su despensa.

Cierta noche en Nápoles, donde estaba atracado con el “Corrientes”, al salir de a bordo, pues estaba invitado a comer en tierra, doy un vistazo al buque, me asomo a la banda contraria al muelle y veo un gran lanchón atracado al costado, desde el cual se introducía gente a bordo por una porta lateral que comunicaba con la sala de máquinas; doy la voz de alarma y me apagan las luces del barco. Luego hago intervenir a la policía marítima, que inicia la “caza del hombre”; el último intruso fue encontrado a eso de las cuatro de la mañana refugiado dentro de la chimenea del buque.

A bordo del “Tucumán”

A continuación del viaje en el “Buenos Aires”, me hice cargo de su comando; de ida a Italia llevábamos reducido pasaje. Listos a zarpar me llama la atención una solitaria señora con aire melancólico que denotaba profunda tristeza; me acerco y pregunto si necesitaba algo y me dice: “Soy Ileana de Rumania (hermana del rey Carol) y he venido a despedir a mi dama de compañía que regresa a Europa”. La dama de compañía, mujer de edad, era viuda de un coronel del imperio austrohúngaro y durante los días de navegación poco se hizo notar. La princesa Ileana, cuando joven, era mujer de singular belleza, pero ahora, los años y los conflictos habían dejado huellas en su rostro; casada, vivía en la Argentina y nunca más oí hablar de ella.

En el “Tucumán” la organización para el contrabando subsistía y a mi llegada al buque me trajo serios problemas; era una verdadera sociedad en la cual tomaba parte gran número de sus tripulantes. A la Compañía de navegación le dolían las fuertes multas que aplicaban a sus barcos; al mismo tiempo, las autoridades italianas dispusieron una enérgica campaña para erradicar el contrabando. Poco apoyo encontré para combatir el mal; de acuerdo con órdenes de la Compañía procedía a arrojar al mar toda mercadería encontrada a bordo y para la cual no aparecían los responsables; así, la estela del barco era seguida por cartones de cigarrillos y café, principalmente.

Los tripulantes tenían un buen escondite para ocultar su cargamento en infracción; bajo la arena de la bodega Nº 5. Siempre bien cerrada, sus capas y flejes colocados la libraban de toda sospecha, pero la organización había abierto un pasaje al mástil de popa, que a su vez daba comunicación a la bodega Nº 4 y por ésta al hospital; de allí tenían libre salida. Cierta intuición me prevenía y yo vigilaba y ellos también estaban pendientes de mis movimientos. Una noche estaba con el comisario (que resultó ser el director del tráfico ilegal), y le anuncio que me voy a dormir; veía todo en calma. En seguida aquél pasa la voz y comienza la gran maniobra; atraca una lancha al costado y por el ojo de buey del hospital se inicia el transbordo de las cajas de cigarrillos, pero no contaron con la policía que, vigilante, interviene y detiene a cuatro tripulantes; los cabecillas quedan marginados y se salvan.

A las siete de la mañana debo mover el buque hasta la estación de pasajeros para su embarque; todo se hace en forma normal, quedando listos para zarpar a las 16.00. Terminaba de almorzar, cuando el propio comisario me trae la información: “Dicen que la tripulación no saldrá a navegar si previamente no se pone en libertad a los tripulantes apresados por la policía italiana”. Doy orden de formar a toda la tripulación en cubierta con sus correspondientes oficiales y que se llame a bordo al Cónsul argentino. Ya me había reunido con los oficiales, en consulta de si estaban dispuestos a acompañarme en la navegación aunque fuéramos solos y todos me apoyaron.

Hablo a los tripulantes y les digo: “La falta más grave que se puede cometer en el mar es una sublevación”. Quedaron todos firmes en sus puestos, en silencio. A continuación les digo: “Dé un paso al frente aquel que se niegue a salir a navegar”. Hubo un titubeo, ninguno daba el paso, hasta que el primer cabo de máquinas lo hace, un hombre violento, que terminó matando a su amante, una camarera, y eliminándose él a continuación. Le siguen el contramaestre, el segundo mayordomo y un grupo del personal de marineros, maquinistas y mozos de cámara. “Bien”, les digo, “aunque sea solo, voy a salir a navegar; ustedes serán desembarcados en seguida; ya he llamado al Cónsul para ello”. En la misma formación designo los reemplazantes de los insubordinados, cubriendo las vacantes que dejaban; pensaba tomar pasajeros para los servicios de comedor y cocina y los marineros que fuesen necesarios.

La hora de zarpar no se cambia; doy las órdenes para ello, veo al Cónsul y le advierto de mi decisión. Este, tras larga conversación con los tripulantes rebeldes, logra convencerlos. A la hora indicada mando “a puesto de maniobra”. Todos presentes, zarpamos tras anunciarles que el problema estaba terminado hasta el arribo a Buenos Aires, donde daría intervención a la Prefectura Nacional Marítima. Allí desembarqué a todos los que en un principio se negaron a salir a navegar, pero la Compañía no tomó represalias, embarcándolos en otros buques. Años después me encontré a bordo con el contramaestre, ya más cauteloso en su comportamiento.

Eran tiempos difíciles, con el problema gremial en ebullición, sin reglamentaciones para el personal que se formaba rápidamente para completar las necesidades de la brusca ampliación de la Marina Mercante. Gente sin contacto con el mar, los más avenidos a este servicio provenían de los ríos, pero aunque su labor es sobre agua, no están acostumbrados a la otra vida de largas ausencias lejos de su tierra.

Italia cura sus heridas

Tras cruzar el golfo de Lyon y seguir frente a la Costa Azul con sus iluminadas ciudades balnearias, a la madrugada nos encontrábamos ante Genova. La ciudad sobre el mar, respaldada por alta montaña, muestra a nuestra llegada, especialmente en la zona portuaria y en la vieja Genova, las consecuencias del reciente conflicto bélico. Desde el puente del barco contemplamos la destrucción; han quedado grandes claros.

Solitaria se levantaba indemne la torre de piedra de la “Lanterna”, el faro erigido en 1543 en el sitio donde primitivamente se encendían fuegos para guía de los navegantes y donde posteriormente, en el siglo XII, se construyó la torre dentro del recinto amurallado de la ciudad.

Destruida en 1512, fue reconstruida como se la ve en la actualidad. Con 71 metros de altura, resistió bombardeos y la terrible explosión de un tren de municiones, refugiado en una caverna de la montaña; hoy su luz, a 117 metros sobre el nivel del mar, nos guía para tomar seguro puerto. Cierto que no era fácil el acceso al mismo, cerrada la boca por una cadena de buques cargados con cemento, hundidos como obstáculo, que dejaban el justo pasaje para entrar entre un muelle y sus cascos; no dejaban de preocupar al capitán al deslizar su buque entre estos estorbos. Largos años transcurrirían antes de que pudieran despejarse las aguas.

Al bajar a tierra, pese a estar la ciudad limpia de escombros, notamos los destrozos causados a los más notables monumentos. La flota inglesa había tirado con precisión, practicando un ejercicio de artillería, podríamos decir. Había seleccionado sus blancos y disparado sobre la ciudad dormida. Antes de salir del puerto, ya nos encontramos con una iglesia decapitada, a la que le habían volado el campanario; en el centro habían servido de blanco el teatro “Cario Felice”, el Palacio Ducal; la iglesia de la “Annunziata”, erigida por Della Porta en 1584; con todo un costado abierto y sus columnas derribadas, seguía prestando los oficios religiosos. Muchos otros estaban a la espera de un larga y paciente reconstrucción.

La catedral de San Lorenzo, construida en el siglo X, con posteriores reformas del siglo XII, se salvó milagrosamente; el turista que hoy la visita puede ver, como un santo más en un rincón, un enorme proyectil de 38 cm proveniente de un acorazado británico que entró por el techo, cayó en el interior y no explotó, dejando un agujero que vi en plena reparación.

El Corrientes

La vetusta iglesita de San Mateo, del siglo XII, con su rosetón y frente gótico de mármoles negros y blancos siguiendo el estilo pisano, se salvó; los artilleros de la rubia Albión no alcanzaron a verla con sus poderosos anteojos. En las inmediaciones tenía su residencia la familia Doria, la cual sí recibió daños y a la sazón se encontraba en reconstrucción cubierta por un andamiaje. En la iglesia descansan los restos del Gran Almirante Andrea Doria y junto a él su espada. Por allí, Cristóbal Colón, de niño, habrá hecho sus correrías y dado curso a su imaginación al contemplar las azules aguas del golfo, cuando aún no soñaba llegar a Catay del Gran Kan. La casa paterna de Domenico o Dominico, el cardador de lana, muestra su portal en las inmediaciones, dentro del centro urbano constituido por la ciudad amurallada.

Italia sufrió las consecuencias de la guerra a todo lo largo de la península: lo que no destruyeron los alemanes en su retirada, fue completado por la aviación aliada. La voladura de puentes fue total y sólo respetaron el famoso “Ponte Vecchio”, de Florencia; los demás eran escombros, pero escombros con sus piedras numeradas, para que, cuando llegara el momento de la reconstrucción, cada una volviera a ocupar su lugar original. Mientras tanto los ferrocarriles transitaban por puentes de madera de emergencia; cuando uno pasaba, veía el abismo en torno y la inseguridad.

Paseando con un colega de la Marina que me llevaba en su auto, le requerí el porqué de la destrucción de caseríos a lo largo del camino y me respondió que el objetivo era un puente de no mucha importancia, que dejamos unos 5 kilómetros atrás.

El “Duomo” de Milán también pudo haber sido blanco de los bombarderos. En la plaza que está a su frente vi un enorme hoyo de unos 50 metros de diámetro causado por una bomba. Menos suerte tuvo “Santa María Delle Grazie”, donde sobre un muro del refectorio del convento, Leonardo pintó la “Ultima Cena”; ésta quedó malparada entre las ruinas.

El laborioso pueblo italiano fue restañando sus heridas, olvidando ]os sufrimientos. Al regresar a Italia en cada viaje, notaba nuevos progresos: el teatro Cario Felice recibía nuevamente las más afamadas personalidades del arte mundial, sus escalinatas dejaron de servir de puesto de espera a las “chicas” que con su infaltable cartera pedían un cigarrillo al inocente transeúnte que por allí pasaba. También fueron desapareciendo los viejos “Fiat” que esperaban al pasajero en la plazoleta del teatro, poniéndolos en marcha aprovechando la pendiente. Se iniciaron modernas construcciones para viviendas y nuevos barrios fueron extendiendo la ciudad; las mujeres vestían con elegancia y se las veía en lugares de diversión; querían olvidar la guerra y ya sólo quedaban recuerdos.

Siguiendo la populosa y abigarrada vía Pre, donde se ofrecía toda clase de artículos cual en un mercado oriental, aún se podían ver los letreros inscriptos en las viejas paredes de la antigua Genova: “Límite del cual no deben pasar las tropas americanas”, pues más allá había mujeres que llevaban a los incautos soldados a los obscuros “vicos”, donde eran asaltados y dejados prácticamente desnudos.

Se incorporaron a la flota de Dodero el “Corrientes” y su gemelo “Salta”, buques preparados especialmente para el transporte de inmigrantes, con todas las comodidades posibles: tenían un amplio comedor, bar, camarotes, baños en abundancia, panadería, lavadero con máquinas eléctricas, una gran despensa y buenas cámaras frigoríficas. La velocidad, 20 nudos, permitía un rápido viaje, acortando la estada de los inmigrantes a bordo. Los buques llegaban impecables a Italia, brillando por su limpieza; las autoridades pasaban una estricta inspección con suma exigencia en pruebas de salvataje, incendio, etc. Después embarcaba el pasaje y ¡pobre barco! Mantenerlo limpio era una ruda tarea, pues había gente no acostumbrada a la más rudimentaria higiene; desconocía totalmente el uso de los artefactos sanitarios.

El “SALTA”

Embarcaban unos 1500 pasajeros por viaje, que tenían distintos hábitos: los italianos del norte y del sur difieren hasta en sus comidas; cuando se les daba polenta, gran griterío de estos últimos, mientras para los primeros era un plato de mucha aceptación.

En Beirut subía a bordo el pasaje árabe, cuya base de alimentación es el cordero guisado y papas; finalmente con los españoles y portugueses se formaba una confusión de razas y diferencia de costumbres que a veces nos traía dolores de cabeza. Judíos que, de acuerdo con su religión, exigían que la carne embarcada para su consumo debía ser de animal muerto por el matarife ritual; el proveedor debió viajar a napóles para conseguirlo; además los cubiertos debían ser sin uso, no tocados por otros pasajeros.

Al zarpar, todos parecían muy conformes y comían sin limitaciones, especialmente el pan hecho a bordo, de excelente calidad. La navegación se desarrollaba con tranquilidad hasta llegar a la zona ecuatorial, donde el calor, sumado a los trastornos que les traía la comida abundante a la que no estaban acostumbrados, juntamente con la vida sedentaria que hacían, los hacía sentir desganados y protestaban sin causa alguna.

También el Ecuador parecía influir sobre la psiquis de las personas; algunas que en tierra o hasta entonces en el barco, demostraban ser normales, de pronto presentaban síntomas alarmantes, debiéndose proceder a su aislamiento. Cierta vez me informan de un incidente ocurrido en el comedor. Una mujer joven, agraciada y vestida con relativa elegancia respecto al medio, reclamaba a otra sentada a su frente el hijo, diciendo que le pertenecía. Había bebido un poco de vino, pero esto no justificaba su actitud; llego al comedor y tras conversar con ella se calma. Se la aloja en el hospital para su mayor tranquilidad, sola en un compartimiento con baño privado; al parecer quedó calmada, mostrando cordura.

Durante la noche, tapona la descarga del inodoro y derrama el agua, inundando toda la zona; cuando acude el médico, lo toma a puntapiés; como resultado se le coloca el chaleco de fuerza, pues su estado es lamentable y no reacciona favorablemente. En Buenos Aires viene una hermana a recibirla y se la entera de las condiciones en que se encuentra; pide que le permita acompañarla esa noche, a lo que se accedió; no pasan horas cuando escapa solicitando auxilio, pues había sido atacada violentamente por la enferma. Esta debió ser conducida de vuelta a Italia.

A otro insano, un peruano embarcado en España, los representantes de su país le habían dicho que los problemas que se le presentaran a bordo se los resolvería el capitán. Me viene a ver con una carta que, al leerla, demostraba en seguida su estado mental; llamo al médico para que presencie y escuche sus dichos; y me dice: “Déjemelo, yo me hago cargo de él”. Pero las cosas no terminaron ahí pues cada vez se ponía más violento, por lo que resolvimos llevarlo al hospital; allí, amenazante, insistía en las garantías pedidas. Contigua estaba la cámara para locos, donde se lo introdujo sin que advirtiera dónde entraba.

El tracoma, mal común en las costas del Mediterráneo, era un problema ante el cual las autoridades en la Argentina eran implacables, no admitiendo curaciones. En Napóles se embarcó una familia, siendo revisada allí por la “Junta Médica de Inmigración”; al ser aprobados, sus componentes se embarcan tras el examen realizado por el médico de a bordo. Llegamos a Buenos Aires y Migración rechaza a la madre por tener tracoma cicatrizado; la separan de su familia, que desembarca, y a ella debimos conducirla de vuelta a Italia. Es imaginable la desesperación de esta mujer; al llegar a destino no la encontrábamos, pues se había escondido entre dos colchones en un camarote desocupado.

Debíamos atender problemas de toda índole, entre otros el de un libanes que compró a una española por una cruz y cadena de oro, la cual una vez cumplido su compromiso dio por terminadas sus relaciones, algo que no aceptó el árabe y pretendía la devolución de su obsequio.

Muertes y nacimientos sucedían a bordo; las primeras traían reacciones de los familiares que no querían desprenderse de los restos del difunto y al no poder solventar los gastos que demandaría un entierro, que eran grandes, sólo quedaba el recurso de sepultarlos en el mar, tras una sencilla ceremonia religiosa en horas aptas para no llamar la atención del pasaje.

Con el buque completo de pasajeros, una noche navegaba por el estrecho de Gibraltar, ya en demanda de su salida al océano, cuando se me presentan el médico de a bordo y su colega italiano; me dicen que a una mujer que ya debía haber dado a luz, se le había complicado el parto y que consideraban la necesidad de una operación cesárea con pocas probabilidades de éxito, por lo que pedían entrar a Gibraltar y dejar allí a la enferma. El tiempo no era muy propicio; viro el buque y telegrafío a la agencia para el desembarco de la pasajera. Serían las 2 de la mañana cuando fondeo en la bahía, donde atraca una lancha y con toda felicidad se la transborda. Continúo la navegación y por la mañana temprano me traen un telegrama que dice: “Señora y su hijito muy bien”. En Buenos Aires se me llamó la atención por el gasto que implicaba mi entrada a puerto esa noche. Les repliqué que salvé la vida de la señora y de su hijo, pues si la operaban a bordo no se esperaba mayor éxito de la intervención que anunciaban nuestros médicos.

Monasterio de Monserrat

En ocasión de celebrarse el Congreso Eucarístico en Barcelona, embarcaron en el “Corrientes” nuestro Cardenal primado, varios obispos y numerosos representantes del Clero argentino. Con tal motivo el buque quedó amarrado por varios días en los muelles de la ciudad. Los prelados fueron alojados por las personalidades más prominentes, quienes ofrecieron generosa hospitalidad. El obispo de La Rioja, con quien yo tenía amistad, me invitó a concurrir a las ceremonias y a un paseo para visitar el monasterio de Monserrat. Salimos temprano, parando frente al impresionante San Jerónimo, mole de piedra de unos mil metros de altura que se levanta verticalmente y a cuya cima se llega por un transbordador aéreo.

Bajando por un camino en zigzag arribamos al monasterio, en cuyo restaurante almorzamos. Después partimos para visitar la abadía, donde nos esperaba el monje encargado del museo, persona joven, de unos 45 años. Mientras nos acompañaba en la visita, nos contaba su propia historia: Declarada la guerra civil, invadida la abadía por los milicianos, se inició una matanza sin control; él pudo huir a la montaña, se quitó sus hábitos y se refugió en la cumbre, manteniéndose en vida con los escasos recursos que podía conseguir, incluso raíces de las pocas hierbas que allí crecían. Casi un mes anduvo en estas condiciones, hasta que pudo llegar a casa de sus familiares en Barcelona. Allí integró un equipo de fútbol y trabajando sobre marfil fabricaba pequeñas estatuillas que vendía, con lo cual consiguió mantenerse él y los suyos.

Los inspectores de Migración

Para el control de la atención dada a bordo a los inmigrantes, las autoridades italianas embarcaban un inspector a quien llamaban “comisario gubernativo”, y que serían considerados en su trato a nivel del capitán. Provenientes en su mayoría de la Capitanía del Puerto, algo similar a nuestra Prefectura, no todos tenían la discreción de ubicarse en el lugar que les correspondía. Curiosos personajes, gran parte de ellos habían sido prisioneros de guerra y cada uno tenía su historia.

Cierta noche tropical comía con el comisario en mi mesa. Al terminar nos despedimos, pero no pasó mucho tiempo hasta que se me apareció despavorido en mi cámara diciendo que los “paraguayanos” lo habían querido arrojar al mar. Resulta que esa calurosa noche el personal de cocina había terminado sus tareas; entre ese personal había dos o tres paraguayos, jóvenes, altos y bien desarrollados. Se habían reunido en popa a tomar cerveza y tocar la guitarra, y a su alrededor se habían sentado algunas pasajeras; cantaban y todo transcurría en paz, hasta que este buen señor comisario quiso disolver la reunión entrometiéndose donde no debía.

La discusión subió de punto, al no aceptar el grupo sus órdenes, hasta que uno de los paraguayos gritó: “¡Al agua con el comisario!”. Contaban con el apoyo tácito de los pasajeros y en seguida pusieron manos a la obra, pero el asustado comisario consiguió zafarse y se salvó con una rápida huida. Debí hacer un sumario llamando a declarar a tripulantes y pasajeros; estos últimos no daban la razón al comisario y ninguno vio a los atacantes. Formé una rueda de reconocimiento, pero sin resultado, pues el comisario titubeaba sin poder reconocer a los agresores. Señala a uno, que no era el actor principal, y éste exclama: “Cómo cree que me voy a ensuciar las manos con ése, yo que las tengo manchadas con sangre de mis hermanos en la guerra del Chaco”.

En Buenos Aires entregué las actúaciones a la Prefectura, recibiendo después la respuesta de que no existía responsabilidad para los tripulantes. Para olvidar y evitar represalias, mi barco fue desviado a Vigo por unos viajes.

Otro comisario italiano, pero de diferentes características, provenía del Véneto; era rubicundo, de pelo rojizo cortado como cepillo. Mientras almorzábamos, la música transmitía una plañidera “canzonetta” napolitana; oírla y ponerse furioso fue todo uno y exclamó: “Por eso perdimos la guerra”. Yo observaba y sonreía. Nos sirven bifes con ensalada y veo que en esta última efectuaba un minucioso rastreo, separando la zanahoria con todo cuidado. Al preguntarle qué pasaba, me contesta: “Ah, la carotta” y me explica su repulsión a esta inocente hortaliza, pues estando prisionero en la India en manos de los ingleses, se les obligaba a sembrar zanahorias, que más tarde pasaba a ser día tras día el plato infaltable en sus comidas, y desde entonces le quedó ese profundo odio.

Un tercero era coronel de artillería, con título nobiliario de conde, pero sin un centavo; tenía en su palacio obras de arte, de las cuales no podía disponer, pues formaban parte del patrimonio del Estado. Su regimiento fue de los primeros en cruzar el Adriático para atacar a Grecia, pero si bien llevaban cañones, cuando fueron a combatir se encontraron con que no tenían municiones; el resultado es conocido. Llevaba una recomendación para el fabricante de un difundido vermouth en Río de Janeiro. Tiempo después, ya instalado en sus nuevas tareas, me visitó a bordo, trayéndome un sacacorchos reclame de la firma.

Otro me contaba la rendición de la isla de Pantelleria. Esta, fuertemente fortificada, había quedado al margen de la lucha en Sicilia; la guarnición resolvió rendirse, pero un oficial de la aviación germana, buscando refugio, aterrizó en la isla. Los italianos desplegaban una gran bandera blanca y el alemán se la arrebataba, pues no quería rendirse, y así estaban en este juego, uno contra todas las fuerzas de la isla. Quien me contaba esto terminó en un campo de prisioneros en Alemania.

El colapso del Tercer Reich se avecinaba; el avance de los rusos era incontenible y un día dejaron de preocuparse de los prisioneros, permitiendo que éstos escaparan; todos se dirigieron hacia donde se encontraban las tropas norteamericanas. Allí fueron tomados entre dos fuegos; mientras corrían por el campo, las granadas caían en su torno sembrando la destrucción y la muerte. Tras muchos sinsabores y un gran susto, consiguió llegar a las líneas de avanzada; para él la guerra había terminado.

Un comisario tenía la nariz partida por la explosión de un proyectil. Tripulaba un torpedero de una fuerza que llevaba pertrechos para el mariscal Rommel, la que, atraída a una trampa, fue deshecha por los ingleses, yendo nuestro amigo a parar al agua y sufriendo la herida que mostraba.

Más tarde nos agregaron inspectores y médicos españoles y portugueses; de estos últimos algunos eran militares provenientes de las colonias, profundamente religiosos. Considero que no deben sentirse cómodos con el camino elegido por sus fuerzas armadas tras el derrocamiento de Gaetano. Un médico español, que llevaba de ayudante a su enfermera, joven y bonita, me contaba su fuga y deserción del Ejército rojo en Barcelona; era estudiante del último año de Medicina y había sido incorporado a la Sanidad.

Con otro compañero resolvieron huir para pasar a la zona nacionalista de Franco. Los pasos de los Pirineos estaban vigilados; una noche se largaron con lo puesto hacia la frontera con Francia, se internaron en el mar con el agua hasta el cuello, a veces nadando en medio de la obscuridad. Así llegaron a tierra francesa, donde no fueron bien recibidos. Su entrega al gobierno republicano significaba su fusilamiento por desertores. Después de dura espera, los encerraron en un vagón de carga para depositarlos en la frontera en la zona vizcaína donde combatían franquistas y rojos. Cruzaron campos alambrados y se encontraron entre dos fuegos; la intuición les dijo dónde se encontraban las tropas amigas. Con ellas combatió y más tarde el estudiante dio término a su carrera de médico.

Llegábamos a Buenos Aires con los pasajeros españoles e italianos, ya que los portugueses en su mayoría y los árabes desembarcaban en Brasil. En el puerto una multitud de parientes y amigos los esperaban. Pese a lo precario de la Estación Marítima de Dársena Norte, el desembarco se efectuaba en tres o cuatro horas, gracias a una buena organización.

Entre llantos y abrazos se presentaban ciertos problemas, como el de una mujer que hacía más de un año que no veía a su marido y aparecía con un embarazo de cinco meses. Durante la navegación había concurrido a la enfermería solicitando que se la hiciera abortar, pero el médico le hizo notar que ello no era posible; la mujer desesperada, amenazaba con arrojarse al mar, hasta que se la convenció de que los maridos sabían perdonar, que la culpa no era sólo de ella, al ser dejada sin su marido en plena juventud. Al parecer se cumplió lo pronosticado, pues no hubo ningún drama a la llegada y nuestra pasajera fue bien recibida, quizás por un marido resignado.

Lisboa

Era el puerto de embarque de los inmigrantes portugueses, en su mayoría campesinos con destino al Brasil. Todos los años, al término del invierno, se concentraba en el amplio estuario del Tajo la flota del bacalao; unos 50 barcos de elegantes líneas fondeaban en sus aguas; pintados de blanco, parecían yates de paseo. Sobre sus cubiertas se veían los pequeños botes, encastrados unos sobre otros, tantos como tripulantes llevaban, pues llegados a destino, todos eran pescadores; aguas arriba el buque madre, de blanco impecable, hacía de hospital y oficina de correos.

El “Corrientes” zarpaba en momentos en que se oficiaba la misa de despedida, que tenía como escenario la plaza frente al Convento de los Jerónimos que, con su imponente arquitectura del Renacimiento portugués, daba marco a la ceremonia que se desarrollaba casi bajo la Torre de Belem, desde la cual Enrique el Navegante despedía las naves que con Bartolomé Díaz y otros audaces marinos partían en búsqueda de las tierras de las especias.

Ese día el Cardenal primado, en solemne ceremonia, daba su bendición a las tripulaciones que momentos después partirían para una campaña de seis meses en las frías y brumosas aguas de Terranova y a proseguir su pesca en Islandia cuando no hubiesen llenado las bodegas. Mientras lentamente nos deslizábamos por el Tajo, asistíamos al final de la emocionante despedida con las palabras graves que todo el público escuchaba en solemne silencio: “¡Orad por los que parten, orad por los que aquí quedan!”, decía el Cardenal.

Me cuentan que cierta vez naufragó en pleno Atlántico Norte uno de los pesqueros. ¡Llamaron la atención de un barco que por allí cruzaba, los puntos que se veían en el horizonte; al acercarse comprobó que se trataba de pequeños botes que flotaban cada uno con su tripulante; los recogió, sin perderse ninguno; ello mostraba las cualidades marineras de los botecitos y la pericia de sus tripulantes.

El Estrecho de Mesina

Lo cruzaba en viaje a Beirut, después de bordear la isla de Strómboli, cuyo volcán en plena actividad derramaba su lava ardiente sobre el mar. A su pie un pequeño pueblo de pescadores había hecho abandono transitorio de sus hogares; después que pasa la amenaza, regresan y continúan su rutinaria vida a la espera del atún o las sardinas que visitan las islas.

Las tranquilas aguas del Mediterráneo Oriental también deparan sobresaltos; navegando de noche en demanda de Beirut, al pasar frente al extremo sur de la isla de Chipre, entonces en una de sus habituales crisis políticas, fuimos sobrevolados por aviones militares que nos arrojaron bengalas iluminando nuestra bandera y nada pasó.

De regreso de Beirut para tomar el estrecho de Siracusa, a la altura del cabo Spartivento y siendo aproximadamente las dos de la mañana, me pareció ver por nuestra proa las luces de un barco que desaparecieron en seguida; consultados los oficiales y tripulantes que se hallaban en el puente, nadie había visto señal alguna. No obstante traté de alertar a máquinas sin que me respondieran; el barco continuaba navegando a 20 nudos con gran intranquilidad de mi parte, ya que por mi estribor tenía la costa y caer a babor no correspondía.

No creía se tratase de una ilusión óptica y permanecí expectante. Mandé un mensajero a máquinas, mientras crecía mi inquietud y los segundos pasaban; dado el tiempo transcurrido, debía encontrarme cerca o casi encima de este navio fantasma. De pronto un barco enciende todas sus luces; atravesado y con sus máquinas paradas se encontraba en el justo medio donde apuntaba mi proa, no más allá de una milla de distancia. “¡Todo a babor!”, digo. Mi rápida maniobra habrá quitado la angustia de quienes veían la colisión inminente, que habría partido en dos al navio.

Se trataba de un viejo carguero, que si tuvo averías en sus máquinas que lo dejaron al garete y sin luces debió tener obligadamente los faroles de emergencia que lo habrían librado de tan peligrosa situación como a la que llegamos. Por parte nuestra, el personal de guardia en máquinas es muy reducido: un oficial encargado, un ayudante y un engrasador, que deben atender el gran compartimiento donde se encuentran las máquinas de propulsión y auxiliares y las calderas; las horas de navegación sin maniobra alguna hizo que descuidaran el panel de órdenes.

Pudo ser una catástrofe. En ese caso, ¿qué responsabilidad cabía al capitán? Sería absuelto, pero su vida en el mar quedaría terminada.

En esta misma época, un gran navio francés de pasajeros, yendo a tomar el puerto de Beirut, varó en la costa, tan encima de ella que muchos se arrojaron al agua, algunos creyendo llegar a nado a la playa, otros a consecuencia del pánico; (hubo muchas víctimas causadas por el oleaje y el petróleo derramado de los tanques de combustible. El capitán debió comparecer ante un tribunal en Marsella; juzgado, fue absuelto. Sucedió que se había instalado un radiofaro para la aviación unas millas tierra adentro, con características similares al faro marítimo; ello llevó a confusión y se tomaron situaciones que equivocadamente atribuyeron al faro para la navegación marítima; creían encontrarse sobre la ruta que los llevaba al puerto, cuando el buque se recostó sobre la playa. Varios pescadores que acudieron con sus barcas salvaron a gran número de náufragos y a aquellos que permanecieron a bordo nada les pasó, pues el barco no se hundía.

Termino este relato mostrando la responsabilidad que cabe al capitán cuya culpabilidad en el siniestro no fue confirmada, pues existieron factores ajenos a su pericia; aunque en navegación, según mi opinión, todo exceso de confianza es contraproducente.

(Boletín del Centro Naval – Nº 707, de Junio de 1976 / Extraído de Histarmar)

01/01/17

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